Gracias Ana por regalarnos este precioso texto que ayuda a repensar la educación
PLATERO ES PEQUEÑO... Y ¡ZAS!
La infancia recordada
seguramente no fue la que vivimos. A veces nos la han contado los abuelos o los
padres.
Pero cuando ellos no están, en los momentos obligados del colegio, es cuando sí se amontonan los recuerdos propios, esos que te persiguen a lo largo de los años.
Y puedo recordar, como si ayer hubiera sido, la crueldad programada de las monjas. La que se cebaba en las niñas "diferentes".
En la gordita que llegaba por las tardes "apestando a comistrajos" porque sus padres tenían un pequeño restaurante familiar.
En aquella desgarbada y larguilucha porque parecía "un palo de escoba".
En la que gustaba de jugar al fútbol en el patio, por "marimacho".
Y luego... luego estaba yo.
Mi primer tortazo fue "Pequeño, peludo, suave...etc.". Mi primer pecado fue haber leído "Platero y yo" con apenas cuatro años y medio. Mi padre me enseñó a leer en la mesa camilla, con un viejo "Catón" y el más viejo todavía "mi mamá me mima". A la monja no debió de gustarle ese adelanto y me soltó la torta "para que se te quite la tontería", dijo ufana.
Hubo más desprecios. Y un apodo facilón y sórdido ese "cuatro ojos" por usar gafas.
Y otro mucho más elaborado, se ve que la sor era más leída.
Usábamos un lápiz y yo lo sujetaba de una forma algo extraña, así que se me abría una herida en el dedo corazón cada vez que el "dictado" era un poco largo.
Cuando me acerqué, llorosa y dolorida, a enseñar mi pupa a la monja me miró altiva y espetó:
"Vaya, mira a quién tenemos aquí, qué delicada la niña, pareces la princesa del guisante".
Visto desde hoy, es el único principado que fui capaz de obtener.
Aquella monja consiguió que el resto de las niñas me otorgaran el mismo título y se mofaran a mi costa.
Yo leí el cuento que contaba la historia de esa delicada princesa y el guisante que la hería. Y luego leí muchos cuentos más. Incluso escribí alguno.
Fue mi dulce venganza.
Pensándolo bien, una deliciosa, hermosa y prolongada venganza.
Pero cuando ellos no están, en los momentos obligados del colegio, es cuando sí se amontonan los recuerdos propios, esos que te persiguen a lo largo de los años.
Y puedo recordar, como si ayer hubiera sido, la crueldad programada de las monjas. La que se cebaba en las niñas "diferentes".
En la gordita que llegaba por las tardes "apestando a comistrajos" porque sus padres tenían un pequeño restaurante familiar.
En aquella desgarbada y larguilucha porque parecía "un palo de escoba".
En la que gustaba de jugar al fútbol en el patio, por "marimacho".
Y luego... luego estaba yo.
Mi primer tortazo fue "Pequeño, peludo, suave...etc.". Mi primer pecado fue haber leído "Platero y yo" con apenas cuatro años y medio. Mi padre me enseñó a leer en la mesa camilla, con un viejo "Catón" y el más viejo todavía "mi mamá me mima". A la monja no debió de gustarle ese adelanto y me soltó la torta "para que se te quite la tontería", dijo ufana.
Hubo más desprecios. Y un apodo facilón y sórdido ese "cuatro ojos" por usar gafas.
Y otro mucho más elaborado, se ve que la sor era más leída.
Usábamos un lápiz y yo lo sujetaba de una forma algo extraña, así que se me abría una herida en el dedo corazón cada vez que el "dictado" era un poco largo.
Cuando me acerqué, llorosa y dolorida, a enseñar mi pupa a la monja me miró altiva y espetó:
"Vaya, mira a quién tenemos aquí, qué delicada la niña, pareces la princesa del guisante".
Visto desde hoy, es el único principado que fui capaz de obtener.
Aquella monja consiguió que el resto de las niñas me otorgaran el mismo título y se mofaran a mi costa.
Yo leí el cuento que contaba la historia de esa delicada princesa y el guisante que la hería. Y luego leí muchos cuentos más. Incluso escribí alguno.
Fue mi dulce venganza.
Pensándolo bien, una deliciosa, hermosa y prolongada venganza.
Comentarios
Publicar un comentario